jueves, 15 de noviembre de 2007

Riña de Lobos


Dentro de los derechos y obligaciones que nos impone estar sujetos a un sistema democrático, existe uno que es esencial para el sostenimiento de dicho orden social y es la libertad de expresión. Su respeto y su aplicación son fundamentales para el entendimiento de los pueblos, ya que abren el debate manteniendo un marco de igualdad entre las partes.


El desplante del rey de España, Juan Carlos de Borbón, que el sábado último mandó a callar al presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías, en el cierre de la XVII Cumbre de Países Iberoamericanos, realizada en Chile. Y su posterior retiro del panel de disertantes, frente a la defensa de Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, en favor del líder bolivariano y en contra de las multinacionales ibéricas, es un nuevo golpe hacia la democracia y al respeto que se deben proferir los pueblos que abrigan está forma de organización social.


La figura y el proceder de Chávez, en todos los ámbitos internacionales, despierta un desagrado generalizado entre los mandatarios de un gran número de países. Especialmente en los que forman parte del selecto grupo de naciones centrales. La realidad indica que el venezolano ha sido elegido democráticamente por su pueblo y esto, guste o no, lo ubica en un plano de igualdad frente a cualquier mandatario extranjero, incluso a la de un rey.


Pero ¿qué es lo que molesta tanto al rey de España cómo para desencajarse de tal manera frente a la mirada del mundo? Si bien podemos estar de acuerdo en que las formas que utilizó Chávez para referirse a la persona del ex presidente español, José María Aznar, no son de las más sutiles. Vale recordar que tildó al ex mandatario de fascista y de apoyar el intento de golpe de Estado que sufrió su gobierno en 2002, mientras daba su discurso en la sala de presidentes. A lo que el actual presidente de España, José Luís Rodrigues Zapatero, respondió intentando esgrimir una defensa al considerar que las palabras del líder bolivariano, a esa altura, eran “una falta de respeto hacia el pueblo español” que había votado a Aznar democráticamente.


Cuesta trabajo creer que esa sea la razón de la desmedida reacción que tomó el rey Juan Carlos I, quién le espetó un tajante “¿Por qué no te callas?”. Tal vez lo que realmente molestó al rey —que ya había tenido un duro golpe a su figura con la decisión de Uruguay de poner en funcionamiento la planta de Botnia de forma unilateral cuando todavía no se había cerrado la etapa de mediación que él estaba presidiendo desde hacía un año—, sea que los antiguos súbditos de la corona española en América le pasaran factura por 500 años de opresión, saqueo y matanzas.


La intolerancia de la que hizo gala el monarca pone de manifiesto otras cuestiones. La primera podría surgir de preguntarse en qué tipo de democracia vivimos los países occidentales. Realmente nos encontramos inmersos en un sistema democrático real o solamente aplicamos ciertos lineamientos para asegurar un orden global con el menor grado de conflictividad posible que difiere, en su esencia, muy poco de los anteriores regímenes que manejaron los destinos del mundo a sangre y espada.


Si entendemos a la democracia como doctrina política que tiende a hacer intervenir al pueblo en el gobierno, con el predominio popular sobre éste (definición extraída del diccionario Codex). Y que su principal fundamento se basa en el voto mayoritario de las personas que conforman el Estado. Podríamos argumentar que la democracia occidental es real. Pero si tomamos la definición de Imperialismo: “Sistema económico y político que surge por la transformación del capitalismo en la posesión, por parte de pocos monopolios, del comercio mundial. Manifiéstase en un constante intento de algunas naciones de dominar a las restantes” (Codex). Rápidamente surge la duda entre el concepto de democracia real y democracia a medida.


Los países que alguna vez fueron un imperio, como en el caso de España, que dominó gran parte de América Latina desde su descubrimiento hasta entrado el siglo XIX, se molesta cada vez que algún país, seudo democrático de nuestro continente, le reclama por sus excesos pasados. Pero este fastidio no tiene punto de comparación con la furia que les profieren, en la actualidad, las críticas hacia sus empresas multinacionales, a las que defienden sin tener en cuenta ningún reparo sobre la legalidad de sus acciones.


En este punto la igualdad, la justicia y la democracia se vuelven odiosas si atentan contra sus intereses. Sin importar si sus políticas de desarrollo empresarial violan leyes nacionales, desestabilizan gobiernos, compran funcionarios, someten a sus trabajadores a sueldos de miseria o contaminan los territorios en donde desembarcan sus capitales. Mientras que eso no suceda en sus países de procedencia tienen piedra libre para hacer lo que les plazca donde se les antoje y siempre contarán con el apoyo del Estado de donde provengan.


En el momento en que una nación de menor envergadura recrimina a una más poderosa cuestiones referidas a su política exterior —que ultraja cualquier orden jurídico y político poniendo en riesgo su estabilidad y su paz social—, es cuando todos los protocolos diplomáticos se terminan.


Es aquí donde la verdadera naturaleza que gobierna a occidente se hace presente sin reserva alguna. El descalabro diplomático, muy pocas veces visto, del que fueron protagonistas el rey Juan Carlos de Borbón y el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, puso ante los ojos del mundo la verdadera cara del sistema que rige al mundo. Cansado de recibir acusaciones —que por lo general se manejan en ámbitos privados y con un vocabulario rigurosamente cuidado—, el monarca español terminó dejando aflorar las pasiones que habitan en la naturaleza más primitiva de los hombres que pretenden dominar.


Todos los países son iguales hasta que aparecen las críticas de los subdesarrollados a los excesos de las multinacionales de los desarrollados. Mientras el statu quo se mantenga las formas también se mantendrán, todos los países serán iguales con derecho a expresarse libremente bajo la denominación de democracia. Cuando alguien, Estado o mandatario, pretenda poner en duda estas cuestiones se hará presente el dedo acusador, la mirada furiosa y la verborragia discursiva para mandar a callar al que se le había dicho que gozaba de los mismos derechos.


Pero no debemos confundirnos, este espectáculo freudiano, no es la lucha entre un poderoso y un débil. Lo que se vio en la Cumbre Iberoamericana fue la rivalidad entre dos lobos, uno de sangre real y otro mestizo, acostumbrados a disponer sin cuestionamientos, que ante las cámaras y el protocolo viven bajo el disfraz de un cordero. La diferencia es que uno cuida sus privilegios en la región y el otro busca posicionarse para hacerse con ellos. En esta lucha ambos muestran sus dientes dejando a un lado las formas protocolares y se exponen tal como son. En el medio seguimos estando nosotros, los países dependientes.

jueves, 8 de noviembre de 2007

El suicidio, Wanda Nara y La Mar en Coche


Es una política no escrita en todos los medios de comunicación que el suicidio es un tema que si se puede evitar, mejor. Es una regla que todos los periodistas comprendemos como necesaria y justificable ya que se ha comprobado que las noticias de este tipo no ayudan a disuadir a los potenciales suicidas sino todo lo contrario, los alienta.

Solamente son pasibles de publicar aquellos que involucren a personalidades reconocidas o encumbradas de la sociedad. Pero aquellos que se encuentren por fuera de la vida pública son pasados por alto ya que, como se explica más arriba, se teme una generalización de la tendencia a quitarse la vida.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) arroja números estadísticos tan drásticos y preocupantes, que si esto se tratase con la misma vehemencia con la que se trata el precio del barril de crudo en la prensa, tendríamos todos una idea más clara de por qué ocurren estas muertes. Pero son sólo personas, jóvenes y ancianos, mayoritariamente, por lo tanto para qué gastar espacio en los medios con algo que no retribuye dinero, y que además podría llevarse el dinero de los sponsors o potenciales clientes a otras empresas, aduciendo “cuestiones de índole moral”.

Pero los números no mienten. Según un informe de la OMS las tasas mundiales de suicidio aumentaron un 60 por ciento en los últimos 50 años, sobre todo en los países en vías de desarrollo. El número de muertes violentas en todo el mundo asciende a 1.615.000 de las cuales 815.000 son suicidios, más de la mitad, lo que implica que cada 40 segundos una persona pone fin a su vida. El mismo informe (2002) lo establece como la decimotercera causa de muerte mundial y, según la Organización Panamericana de Salud (2003), la tercera entre los adolescentes.

En Argentina el último estudio serio que arroja cifras concretas y un mapa con las provincias de mayor índice de suicidios se hizo en 2005, y estuvo a cargo del Dr. Hector Basile. Se estima que el 25 % de los casos ocurre entre los 15 y los 25 años, en su mayoría varones, pero las tasas entre las mujeres han aumentado considerablemente en los últimos tiempos.

Pero por qué los medios, la televisión particularmente, no habla de este tema, al menos no con la seriedad con la que debería. Al entender de quien escribe estas líneas, se trata de una cuestión de baja rentabilidad. La televisión es espectacularidad, impacto y, sobre todo, morbosidad. Sólo con remitirnos al caso de Juan Castro queda todo dicho. Hay que mantener la tensión, darle dramatismo a las cosas, crear expectativa y sobre todo, lograrlo sin superar el minuto y medio. No hay que aburrir al espectador-consumidor, esa es la ley primera.

Vivimos en una sociedad tan compleja como incomunicada (pese a que nos quieran hacer creer que estamos en el siglo de las comunicaciones). Inundada de estereotipos inalcanzables para el común de las personas, obscenamente alienadas; acostumbradas por decisión propia, a encogerse de hombros para no mirar al cartonero, a los mendigos en el centro y, sobre todo, a los niños en las avenidas pidiendo monedas vestidos en harapos y deambulando descalzos con el hambre en la mirada.

Cuántas veces se evita una calle con el auto para no tener que cruzarlos y así ahorrarse el nudo que se tiende a generar en el estomago. El automovilista se convence así mismo que al no verlo dejará de existir y que todo será glamoroso y genial como en Bailando Por Un Sueño. Cuerpos perfectos, fama, dinero, éxito, flashes, sexo, pasarelas, ostentación y bebes como los de la propaganda. Sentado en el sillón de Susana y acostándose por las noches con Jessica Cirio o Wanda Nara mientras levanta la copa del mundo convirtiendo el gol de la victoria en el minuto noventa.


Joseph Goebbels, ideólogo de la propaganda Nazi, dijo alguna vez: "Mientras más grande es la mentira, más fácil es que la gente la crea”. Son muchas las versiones que afirman que la causa de su muerte fue el suicidio.

La no concreción de estos objetivos, las primeras frustraciones, el abuso de drogas—que el Estado se preocupa poco en erradicar—, las depresiones crónicas y el desencantamiento que provoca vivir simultáneamente en dos mundos diferentes, uno real (la calle) y otro ficticio (el de la propaganda), pueden derivar en una muerte prematura e injustificable. Cómo no deprimirse cuando lo socialmente aceptado esta reservado a sólo unos pocos elegidos. Que pese a todo, no siempre soportan la carga de ser el estereotipo a seguir y terminan igual que aquellos que buscan imitarlos.

Jóvenes, adultos, pobres, ricos, mujeres y hombres. Todos sometidos a estas presiones por igual, ya sea en la escuela, en la calle, en sus círculos de amistades, en el trabajo, en sus relaciones sentimentales, en la interacción con los padres. Por lo tanto no debería de extrañar que cientos de miles en todo el mundo terminen acuñando la idea del suicidio. Las corporaciones mediáticas están al tanto de su influencia, de lo que muestran y de lo que quieren imponer. Son concientes de su impacto en la psiquis humana y sin embargo no hacen nada por reformular sus contenidos sino todo lo contrario, los profundizan.

El impacto que genera enfrentarse al mundo real, a sus desigualdades, a sus miserias, a la falta de posibilidades (educativas, laborales, etc.) y a su crudeza, sobre todo, si aceptamos la idea, de que todos se construyen así mismos como sujetos consumiendo y asimilando como real un mundo ficticio que, en la práctica, nada tiene de semejante con el que deben transitar. Permite comprender, no aceptar, el porque de la idea del suicidio.

Las leyes fundamentales que rigen al sistema capitalista, en el que vivimos, soñamos y nos desarrollamos esta fundado en la ley del consumo, de la acumulación de poder, la generación de riqueza y su dilapidación en objetos innecesarios. Alcanzar este fin debe ser la misión divina de todo ser humano en el periodo que transcurre entre sus años útiles y su ancianidad. ¿O acaso se puede seguir pensando que la existencia de empresarios que duplican el Producto Bruto Interno de muchos países latinoamericanos o del Africa subsahariana es casualidad?

Para los que puedan pertenecer a ese selecto grupo de afortunados siempre existirá Gran Hermano, de 12 a 14, los chimentos de la Canosa y Rial; soñar junto a Tinelli, el diario La Capital, el rock según Pergolini y el clásico del domingo seguido de Fútbol de Primera. Para los que no se conformen con todo esto está el revolver y las estadísticas o la rebelión a continuar mirando con pasividad una realidad prefabricada fundada en la sumisión.